24.10.08

Magaly en llamas

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She wouldn't take shit from no one/
She wouldn't bow down or kneel/
Authorities, they hated her/
Because she was just too real.

aproximadamente, Bob Dylan


A la ilustre Madama Roland se atribuye la frase “Oh, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”. A diferencia de nuestra Magaly, la formidable política francesa dijo su frase mientras era conducida al cadalso donde la aguardaba el medio frontón invertido, la puerta sin batientes que habría de separar el cuerpo de la altiva testa. Cuando se arriesga el cuello en el ejercicio de la política, la profesión suele adquirir dignidad. Y no me refiero sólo a la del verdugo.

En su camino a la prisión, nuestra Magaly, dejó también su modesto legado al acerbo de las futuras generaciones “es el precio que hay que pagar en el Perú por decir la verdad”. Esa verdad a la que ella aludió en su camino al encierro, se la contó uno de sus fotógrafos cuando le entregó unas fotos que había tomado. “Eran las 2 de la mañana”, le dijo. Y Magaly tuvo razones suficientes para creerle aunque no se supiera de nadie más a quien le constara esta verdad que a ese fotógrafo (el cual se ha sumido en la zona fantasma del Perú, cada vez más poblada de compatriotas). Pero nosotros le creemos a ella.

Mi devoción por Magaly es inmaculada. No sólo creo que es una mujer excepcional, inteligente, brillante, sino que sostengo además que es una mujer valiente y bella. Que nadie me acuse de objetividad.

En muchos casos y a pesar de todos mis esfuerzos, confieso que me hundo en el desconcierto moral y aliento una romántica defensa de algunos delitos: por ejemplo, admiro a los contrabandistas, a los piratas, en algunos casos justifico el robo y también el asesinato. Pero siempre con una módica condición.

Para ser audaz hay que experimentar el peligro, el heroísmo requiere arriesgar la vida o de mostrarse sobrehumano en el suplicio. Recuso la épica poltrona de los militares de parada, de los piratas con chalecos salvavidas y de los profetas obsesionados por curarse en salud. Concedo el sexo seguro, pero jamás al trapecistas de vuelo bajo y con redes. Me agrada el coyote que desafía a la migra, el narco que no ignora el precio del tráfico. Soy naturalmente adverso al heroísmo de oropel, a la delación bien remunerada, a la cobardía en defensa de sagrados intereses. Milite en la delincuencia o alrededores, quien ostenta la certeza de la impunidad, es despreciable y merece ser privado de todos sus derechos humanos.

Quienes hace tiempo conocimos a Magaly envuelta en su delicado halo de norte chico, y hemos sido testigos de su transfiguración (que es gloria y estandarte de la cirugía plástica nacional), pero también sabemos de su coraje y de su audacia, no podemos hacer otra cosa que admirar en ella la voluntad avasalladora de provinciana, de mujer, de chola que ha abierto nuevos ámbitos para la raza. También su singularidad. Nadie que haya tenido comercio con Magaly puede negar que ha tratado con una mujer excepcional.

Thomas De Quincey deslizó dudas sobre la real importancia de los filósofos que en su paso por el mundo no hubieran sido objeto de algunos intentos de asesinato. Creo que un razonamiento análogo para los periodistas que nadie quiso encarcelar es admisible.

Por esta razón, desde la egregia tribuna que me concede Dioinville, asumo esta modesta defensa de la diva y alzo mi voz para protestar por la pena de 5 meses de prisión que ella está purgando. Creo que 5 meses de prisión es muy poco para una promujer como Magaly y que una pena tan absurda avergüenza a la administración de justicia del Perú.

Mientras que muchos -tanto afamados como infames- han pasado por el mundo sin conocer siquiera la recepción de una comisaría, muy pocos (pero entre ellos los más grandes) han probado señaladamente los rigores del encierro: escritores como Fray Luis de León, César Vallejo, Ezra Pound, Louis Ferdinad Celine, Dostoiesvsky, Juan Carlos Onetti, Arguedas, Carpentier. Políticos universales como Haya o Fidel Castro, líderes ecuménicos como Ghandi y Mandela.

Por supuesto, no nos interesa que Magaly sea periodista o algo parecido. Ella nos agrada, y no nos importa un rábano el oficio que ejerza. El hecho es que la pena es insuficiente.

Algunos periodistas que ejercen la escritura efectiva (pero sobre todo los otros, los de la tele, que pueden eximirse de la necesidad cultivar las letras), aun cuando niegan a Magaly el estatus de miembro de la orden, han hecho uso de su caida en desgracia, para deslizar un reclamo de patente de corso. Como los lamentables compañeros de viaje de la dulce Bola de Sebo, aprovechan su martirio, para reclamar para si una especie de fuero privativo o república de plumíferos.

Cual doncella de Orleans achicharrándose entre las llamaradas y las siniestras fumarolas de la hoguera, nuestra Magaly purga su insultante condena en Santa Mónica.

Mientras tanto, en otros ambientes mucho más pulidos y respirables, el angélico coro del IPYS reclama la despenalización de la difamación o algo parecido, en previsión a ofensas futuras que pudiera hacerse a la democracia en el ocasional pellejo de los periodistas (pero también para ponernos a tono con lo más avanzado de la legislación mundial, como corresponde a un país que estos bienaventurados aun no han terminado de civilizar).