9.6.03

En el siglo XVI Descartes postuló que la residencia del alma estaba al centro de la cabeza, ese es el probable origen de nuestra opinión actual. Pero en la antigüedad clásica y en el medievo los hombres creían que la sede del alma era el corazón.

Por este presunto error la antigua palabra “re-cordar” procedente del latín, tiene el sentido de “devolver al corazón” lo que antes estuvo ahí.

El cineasta Luis Buñuel en sus memorias se refiere a la amnesia que su madre padeció al final de su vida en la más rigurosa de sus variedades (que impide recordar hasta lo ocurrido en el instante inmediatamente precedente). La vida de la buena mujer era una versión poco envidiable de ese eterno presente que tanto fascina a filósofos, teólogos y poetas.

Acaso al otro extremo, a un personaje inventado por Borges, le estaba vedado el olvido. Y estaba condenado a la convivencia con la suma total de sus recuerdos, masivos y simultáneos hasta el vértigo. Absurdamente, el personaje pugnaba por disminuir al mínimo la producción de nuevos recuerdos, para no añadir a su desmesurado bagaje.

Los “famas” de Cortazar coleccionan sus recuerdos en frasquitos que ordenan primorosamente en anaqueles con cartelitos clasificatorios que dicen cosas como “caluroso verano del 79” o “baile de despedida de la promoción del 92”. Los “cronopios” por el contrario los tienen sus recuerdos desordenados en el lugar menos adecuado.

En el corazón o en la cabeza, en mi caso personal, los recuerdos se apilan a un paso razonable y se encienden y apagan aleatoriamente como luciérnagas a la hora del ocaso algunas veces, y otras menos felices, como delgadas llamaradas a pleno sol. Así está bien y así me agrada que sea.

Pero me asustan los rituales de evocación obligatoria y pública. Por ejemplo las reuniones de antiguos amigos que se vuelven a encontrar después de tiempo, y donde es inevitable y hasta obligatorio acordarse de todo lo posible, corrigiendo, mejorando, o hasta inventando recuerdos mas decorosos.

Esta fobia es, al parecer, es una grave irregularidad en mi personalidad. Creo que me expone demasiado, pero seria inútil que intentara ocultarla. Y pueda que esta confesión eche demasiada luz sobre mi historia personal (nada que ver), y que mis amigos con tendencia a la práctica ilegal de la sicología, me agobien con sus interpretaciones.

Pero ya esta dicho. El hecho es que el viernes pasado fui invitado a la casa de Bea (para decir la verdad, no fue ella la que me invito, sino un buen amigo mío, cuya vocación por la vida social admiro y envidio). Yo sabia que la reunión también iba a marcar el reencuentro de un famoso trío de voces femeninas que por los años 80 conmovieron el ambiente canoro de la Universidad Católica. Pero lo verdaderamente terrorífico del caso es que no tenía dudas acerca de qué especie de música “tendríamos” que cantar: horror de horrores, la especie llamada “música latinoamericana” de los 70.

La que en estos días se denomina “música latinoamericana” es casi exclusivamente música boliviana. Se baila con coreografías demasiado cuidadas y sus letras adolescen de una lírica recargada y dulzona. La de entonces –la de los 70– era un curioso híbrido chileno-argentino-boliviano, su inspiración y temática eran fervorosamente políticas y su discurso decididamente telúrico o cósmico, según se quiera ver.

Con el transcurso del tiempo, la interpretación de esta música se ha ido reduciendo a ambientes de mayor intimidad política, de comunidad generacional y se ha asociado a la ingesta de considerables cantidades de bebidas alcohólicas.

En las reuniones sociales de círculos feminista, por ejemplo, he logrado percibir algunas etapas que se repiten con regularidad. En algún momento las participantes tendrán que hablar de los viajes que han realizado en este año. A lo más, el año pasado. Qué lugares del mundo y qué lujosos hoteles conocieron. A los que no viajamos muy seguido ya no nos provoca para nada mencionar el viajecito que hicimos hace ya demasiados años, y tenemos que darnos maña para que la etapa del baile llegue cuanto antes. Pero inevitablemente llega un momento posterior en que las aguerridas feministas, ya bien entonadas, arracancan con la “música latinoamericana” y hasta pueda que terminen dando vivas a agrupaciones de izquierda que hace muchos años dejaron de existir.

Este, o uno parecido era el futuro que sabía que me esperaba cuando acepte ir a la casa de Bea. Pero no fue tan grave. Yo también canté (me sé bien todas las canciones). Toqué las maracas y un improvisado sucedáneo del cajón (aunque en realidad soy bongocero). Y fuimos tolerablemente felices.

Como en tantos otros casos, mi cabeza está en serias desavenencias con mi corazón.