



El Perú y el mundo según Dioin




“La luz se hizo sombra y nació el indio...”, Alicia Maguiña, limeña, blanca
“Negra quiero ser, color del carbón, color del carbón...”, Alicia Maguiña, limeña, blanca
Únicamente despertar una mañana convertida en un grotesco escarabajo sería comparable a lo que sucedió a la actriz Jimena Lindo después de que dijera inadvertidamente en su programa de TV algo que fue interpretado de muy variadas maneras. Muchos quisieron entender algo así como que Magaly Solier, colega suya, estaba en Cannes pugnando por vender coloridos chullos (o paquetes de chuño) a la gente glamorosa ahí reunida con motivo del célebre festival de cine. La muchacha atribuyó toda la responsabilidad de la imputación al nulo profesionalismo de la prensa y se rehusó a hablar más del asunto.
Estaríamos ante un caso de conmoción espiritual de alguien que siempre se juzgó a sí misma partidaria de todas las formas posibles de benevolencia y sobre todo inobjetablemente antagónica al racismo. Repentinamente, un leve incidente lingüístico dio lugar a que los medios de comunicación la convirtieran en sospechosa, no únicamente de racista sino también -o además- de envidiosilla. Blanca Nieves repentinamente convertida en la Reina Malvada. Había razones de peso para que su universo se desencajara y se tornara poco hospitalario.
Siendo mi país, El Perú, semejante un Jardín del Edén en cuanto a biodiversidad, es también un lugar donde el racismo ha desarrollado cualidades miméticas admirables gracias a las cuales se mantiene vigoroso y campante. Una curiosa consecuencia es que en El Perú, no es de buen parecer el mencionar la color de las personas, ni nada que haga olas sobre el tema racial. Lamentablemente esto suele limitar las cualidades expresivas del lenguaje, especialmente las del escrito. En aras de la inteligibilidad, tendremos que tomar las licencias debidas de la sólida ética que nos distingue, y mencionaremos los colores de la gente. También haremos necesarias y peligrosas abstracciones, pero tenemos la certeza o por lo menos la esperanza de que algo diremos.

Justicia no hay en el mundo
Hace unas semanas un tabloide explícitamente derechista publicaba fotos en que se podía apreciar la impericia ortográfica de una congresista notoria por exhibir militantemente su indigenismo. El director del diario, blanco, limeño y nieto de la figura histórica de la izquierda peruana, se ganó por esta razón los adjetivos más duros de sus críticos. La gran mayoría de ellos no dudaron en acusarlo abiertamente de racista.
Hay que considerar que en nuestro bienamado país una persona de piel blanca sindicada como racista a gritos por los medios de comunicación, ya sea bella y talentosa o nieta de prohombre, ya no tendría la tranquilidad espiritual necesaria para caminar por Gamarra o el jirón de la Unión, ya no podría ir a la Cachina ni asistir al estadio, sin el temor de ser “ajusticiada” por los ingentes ejércitos de cobrizos agraviados.
Algo así debe haberle pasado a Aldo Mariátegui desde que su diario hizo escarnio de los errores ortográficos de la congresista cusqueña por lo que fue señalado, entre otras cosas como racista. Y también, aunque en un grado muy distinto, a la actriz Jimena Lindo que semanas después pasó a ser la racista de turno.
Ella (blanca, limeña y también exitosa actriz en el medio local) deslizó en su programa, dedicado a “la movida cultural”, que Magaly Solier (india,huantina, actriz cinematográfica de corta pero
muy exitosa carrera cinematográfica internacional) debía estar en Cannes “vendiendo chullos” (o chuño), cuando no desconocía que estaba en el célebre Festival de cine como invitada a la presentación de una película que protagonizaba. La conductora, se ganó sus críticas también pero a diferencia de Mariátegui, fue tratada con guantes de seda por los “líderes de opinión”, por algunos defensores de los derechos humanos y finalmente hasta por la supuesta agraviada. Menos inocente pero extremadamente diplomático, el sicólogo y estudioso de la materia Jorge Bruce, blanco, limeño, si pareció advertir que había algo del “imaginario racista” que afloraba por ahí. Pero quien si fue implacable, hay que decirlo, fue el árbitro en la materia de APRODEH, Wilfredo Ardito, zambo, limeño, activista anti racismo, quien encontró que las expresiones vertidas por la bella, manifestaban racismo al igual que en el caso Mariátegui.
Señor… ¿por qué los seres no son de igual valor?
Ante un hecho claro e inconmovible, a algunos les parece evidente que hay una manifestación racista y otros curiosamente no hallan el menor asomo de tan desprestigiado sentimiento. Acaso esto ilustre que El Perú es un país tan permeado por el racismo que se ha hecho necesario determinar varios “niveles de racismo” y una frontera muy subjetiva según la cual algunos son tolerables y otros no. En realidad, muy pocos peruanos como el Sr. Ardito se mantienen tan seguros acerca de la justeza de su criterio respecto al racismo. Por algo existen frases como “el que no tiene de inga tiene de mandinga” destinada a llamar al orden a quienes se exceden en ínfulas de pureza racial y el no menos memorable “todos somos cholos”.
Inevitablemente la frontera arbitaria parece haber obrado en los casos referidos para exculpar a la una y para condenar al otro... ¿Qué habría pasado si Aldo Mariátegui hubiera sido quien soltó lo de la venta de chullos?...
Los peruanos en su mayoría han rehusado a reconocerse como indios y han abrazado la fantasmagoría de la choledad. Este supremo acto de distanciamiento de nuestros antecedentes raciales, para intentar privilegiar un porciento indeterminado de aporte sanguíneo europeo, demuestra por contraste que los peruanos estamos permanentemente atentos a la discriminación racial. Nadie más sensible a la discriminación que los discriminadores habituales.
Por lo tanto, cuando en El Perú se acusa a una persona singular de racista, deliberadamente o no, se está exponiendo la integridad física de ese ser humano a un riesgo efectivo. Al señalar a un racista en medio de una multitud de cobrizos, se está proponiendo agazapadamente que alguien lance la primera piedra para librar al mundo de una nociva alimaña. El acusador intenta transferir a la muchedumbre sus iras santas instándola a la ejecución de quien ya han condenado sumariamente al suplicio.
Publicar enfáticamente que un blanco notorio es racista en medio de una multitud de cobrizos implica por lo menos una mala voluntad hacia su integridad física y es atentar contra sus derechos humanos.
Quienes excusaron a Jimena, la beneficiaron, para nuestro regocijo, con una pena leve y se asumía la protección de su invaluable integridad física. En cambio los adversarios del menos afortunado Aldo Mariátegui sí que lo expusieron a la vindicta pública con la marca del racismo. Las razones fueron seguramente de naturaleza política y vinieron de quienes tienden a reducir la práctica política a eliminar, encarcelar o meter al manicomio a todos sus adversarios como medio para acceder al poder, excusándose así del viejo expediente de la confrontación política en términos democráticos.
aproximadamente, Bob Dylan
A la ilustre Madama Roland se atribuye la frase “Oh, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”. A diferencia de nuestra Magaly, la formidable política francesa dijo su frase mientras era conducida al cadalso donde la aguardaba el medio frontón invertido, la puerta sin batientes que habría de separar el cuerpo de la altiva testa. Cuando se arriesga el cuello en el ejercicio de la política, la profesión suele adquirir dignidad. Y no me refiero sólo a la del verdugo.
En su camino a la prisión, nuestra Magaly, dejó también su modesto legado al acerbo de las futuras generaciones “es el precio que hay que pagar en el Perú por decir la verdad”. Esa verdad a la que ella aludió en su camino al encierro, se la contó uno de sus fotógrafos cuando le entregó unas fotos que había tomado. “Eran las 2 de la mañana”, le dijo. Y Magaly tuvo razones suficientes para creerle aunque no se supiera de nadie más a quien le constara esta verdad que a ese fotógrafo (el cual se ha sumido en la zona fantasma del Perú, cada vez más poblada de compatriotas). Pero nosotros le creemos a ella.
Mi devoción por Magaly es inmaculada. No sólo creo que es una mujer excepcional, inteligente, brillante, sino que sostengo además que es una mujer valiente y bella. Que nadie me acuse de objetividad.
En muchos casos y a pesar de todos mis esfuerzos, confieso que me hundo en el desconcierto moral y aliento una romántica defensa de algunos delitos: por ejemplo, admiro a los contrabandistas, a los piratas, en algunos casos justifico el robo y también el asesinato. Pero siempre con una módica condición.
Para ser audaz hay que experimentar el peligro, el heroísmo requiere arriesgar la vida o de mostrarse sobrehumano en el suplicio. Recuso la épica poltrona de los militares de parada, de los piratas con chalecos salvavidas y de los profetas obsesionados por curarse en salud. Concedo el sexo seguro, pero jamás al trapecistas de vuelo bajo y con redes. Me agrada el coyote que desafía a la migra, el narco que no ignora el precio del tráfico. Soy naturalmente adverso al heroísmo de oropel, a la delación bien remunerada, a la cobardía en defensa de sagrados intereses. Milite en la delincuencia o alrededores, quien ostenta la certeza de la impunidad, es despreciable y merece ser privado de todos sus derechos humanos.
Quienes hace tiempo conocimos a Magaly envuelta en su delicado halo de norte chico, y hemos sido testigos de su transfiguración (que es gloria y estandarte de la cirugía plástica nacional), pero también sabemos de su coraje y de su audacia, no podemos hacer otra cosa que admirar en ella la voluntad avasalladora de provinciana, de mujer, de chola que ha abierto nuevos ámbitos para la raza. También su singularidad. Nadie que haya tenido comercio con Magaly puede negar que ha tratado con una mujer excepcional.
Thomas De Quincey deslizó dudas sobre la real importancia de los filósofos que en su paso por el mundo no hubieran sido objeto de algunos intentos de asesinato. Creo que un razonamiento análogo para los periodistas que nadie quiso encarcelar es admisible.
Por esta razón, desde la egregia tribuna que me concede Dioinville, asumo esta modesta defensa de la diva y alzo mi voz para protestar por la pena de 5 meses de prisión que ella está purgando. Creo que 5 meses de prisión es muy poco para una promujer como Magaly y que una pena tan absurda avergüenza a la administración de justicia del Perú.
Mientras que muchos -tanto afamados como infames- han pasado por el mundo sin conocer siquiera la recepción de una comisaría, muy pocos (pero entre ellos los más grandes) han probado señaladamente los rigores del encierro: escritores como Fray Luis de León, César Vallejo, Ezra Pound, Louis Ferdinad Celine, Dostoiesvsky, Juan Carlos Onetti, Arguedas, Carpentier. Políticos universales como Haya o Fidel Castro, líderes ecuménicos como Ghandi y Mandela.
Por supuesto, no nos interesa que Magaly sea periodista o algo parecido. Ella nos agrada, y no nos importa un rábano el oficio que ejerza. El hecho es que la pena es insuficiente.
Algunos periodistas que ejercen la escritura efectiva (pero sobre todo los otros, los de la tele, que pueden eximirse de la necesidad cultivar las letras), aun cuando niegan a Magaly el estatus de miembro de la orden, han hecho uso de su caida en desgracia, para deslizar un reclamo de patente de corso. Como los lamentables compañeros de viaje de la dulce Bola de Sebo, aprovechan su martirio, para reclamar para si una especie de fuero privativo o república de plumíferos.
Cual doncella de Orleans achicharrándose entre las llamaradas y las siniestras fumarolas de la hoguera, nuestra Magaly purga su insultante condena en Santa Mónica.
Mientras tanto, en otros ambientes mucho más pulidos y respirables, el angélico coro del IPYS reclama la despenalización de la difamación o algo parecido, en previsión a ofensas futuras que pudiera hacerse a la democracia en el ocasional pellejo de los periodistas (pero también para ponernos a tono con lo más avanzado de la legislación mundial, como corresponde a un país que estos bienaventurados aun no han terminado de civilizar).


Hace algún tiempo me rondaba la idea de fundar un blog en que se ejerza la crítica ilustrada de la publicidad, ésa que se emite en la chusca televisión de señal abierta, y que está diseñada para el vasto público. Acaso no lo he hecho todavía por el temor de que el tema resulte muy exigente y me obligue a escribir demasiado seguido.
La historia de la publicidad en la televisión ha sido pródiga en comerciales de triste recordación, desde los sosegadamente estúpidos hasta los ofensivos y los francamente racistas en un país en que “todos somos cholos” y los indios son una especie ya extinta. Y puesto que los comerciales pretenden ejercen su ansioso influjo en el espacio de lo deseado, siempre encontrarán un caldo de cultivo rabiosamente fértil para el disparate.
Del ejercicio de la crítica, siempre me ha atemorizado la necesidad de hacer juicios éticos y estéticos en base a opiniones irremediablemente subjetivas. Tal vez no haya otra manera.
Tiempo atrás, ejercí con fervor el anticlericalismo por una razón fundamental: me negaba a aceptar que los curas se arrogaran por costumbre, prestigio, o derecho divino la pericia infalible para distinguir entre el bien y el mal. De entonces, me queda el espíritu de desconfianza contra cualquiera que pretenda imponerse como arbitro de la decencia, de la inteligencia, o de la corrección política. Un espíritu de franca abominación, contra los bienaventurados que se computan ungidos por nacimiento (o algo) para ejercer el apartheid de la inteligencia y la decencia, y cuyos mas conspicuos representantes en los tiempos actuales ya no son curas, al menos en apariencia.
El ámbito de la propaganda política es especialmente aciago. Todos los gobiernos o partidos, que recuerdo desde el gobierno militar, han practicado una política propagandística improvisada, poco elegante, poco original, pero a veces no poco efectiva. El partido aprista, tan segregado por sus detractores de los exclusivos predios del esprit de finesse, tiene el curioso galardón de haber utilizado las propagandas políticas más recordables o polémicas en los últimos 30 años: extraídos al azar, están el spot “el Apra es el camino” de los 80 (basado una memorable secuencia de la película Cabaret), el spot en que Alan cantaba “y se llama Perú” a duo con el zambo Cavero, y para los más jóvenes, el spot de las estrellitas animadas bailándose un perreo chacalonero.
De otros partidos políticos, el único spot que recuerdo, es el sensacional “El incháustegui” y como caso singularísimo de las canteras de la izquierda (aunque fuera de la TV) se recuerda los el despliegue de cubos de cartón en los postes de alumbrado de la lideresa Gloria Helfer, y a ella misma planeando cual pelícano sobre las contaminadas aguas de la Costa Verde y Larcomar.
Por otro lado, el reciente spot del Partido Aprista en que se muestra a Montesinos declarando en un juicio público que “en la década del 90, el Sutep nunca hizo una huelga al gobierno del presidente Fujimori” no ha fue efectivo en su voluntad de socavar el paro parcial del 9 de julio porque fue torpedeado por una andanada de críticas por parte de los analistas políticos y agitadas clamorosamente por los medios.
El resultado fáctico es indiscutible: El partido de gobierno ha sufrido una derrota en el ámbito mediático. El spot tenía potencialmente grandes posibilidades de conmover a la opinión pública porque su mensaje era esencialmente verdadero (ninguno de los analistas políticos podría negar que en los 90 el SUTEP mantuvo su beligerancia muy por debajo de los estándares habituales). Aunque haya sido el mismo Satanás el que lo afirmara, la proposición es estadísticamente constatable.
¿Qué pasó, medita el contrito, con estos acontecimientos?
Muchos recordamos al diablito que dice por una oreja que nos reventemos la plata mientras que en lo otra oreja un angelito nos dice que mejor ahorremos en el banco. Para persuadirnos de ahorrar, el angelito requiere de una pequeña ayudita del maligno. Evidentemente, en los anales del mundo de la publicidad, el procedimiento de utilizar al demonio no es nuevo, lo que sí parece serlo sorprendentemente, al menos en nuestro país, es la discusión de temas éticos concernientes a la publicidad. Lo cual me parece una práctica encomiable.
Sin embargo, es novedoso que el uso publicitario de fragmentos de testimonios judiciales hayan venido a causar una conmoción moral de esta naturaleza. Por el contrario, existen antecedentes en que fueron aceptados con relajo y hasta fueron celebrados por su ingenio por muchos de los que acaban rasgar teatralmene sus vestiduras.
El primero que recuerdo de hace unos años, fue el de uno de los videos en la “salita del SIN” en que Montesinos aparecía diciendo que “Del Castillo no era de los conversables” y abogando por contra, a favor de quien hoy es el primer ministro. El spot político que usó el fragmento, nunca lastimó el tejido moral de nadie, hasta donde recuerdo, y más bien debe haber ayudado a la elección del mencionado Del Castillo.
Otro caso es más reciente. En las primeras sesiones del llamado “juicio del siglo”, interrogado el ex-presidente sobre si conocía de un caso “que hasta había salido en Caretas”, Fujimori declaró que “en ese tiempo él no leía Caretas”. La mentada revista utilizó esta última frase para una exitosa campaña publicitaria por radio y TV en que se usaba la cita del reo con la previsible moraleja de que para estar debidamente informado nunca se debía dejar de leer Caretas.
A pesar de todos estos antecedentes, el partido aprista, que posee un record de propagandas memorables perdió clamorosamente con el reciente spot: se criticó virulentamente el uso de Montesinos como argumento político y se acalló totalmente el contenido del spot: la blandura del Sutep con la dictadura de los 90 y su bravura con los gobiernos de origen democrático.
Cuando he conversado sobre el tema con algunos de mis virulentos amigos izquierdistas, al principio se han sorprendido de que un uso publicitario de Montesinos o Fujimori tuviera antecedentes tan cercanos, y a continuación han buscado diferencias de naturaleza ontológica inaceptables: “una cosa es usarlo para vender una revista y otro es usarlo en contra del Paro Nacional” en franca violencia contra el imperativo categórico kantiano.
No es el reclamo de un doble estándar lo que inspira a Montesinos para decir que es lícito cometer delitos cuando se trata de una buena razón de estado?
Pero el hecho político no admite discusión: el spot fue un descalabro cuyo resultado debe ser atendido cuidadosamente por quien concierna. Hay quienes no necesitan pertenecer ni al partido del comandante Humala, ni a Patria Roja, (el único partido de izquierda en actividad fuera de períodos electorales), gente que no están en extrema pobreza, que no sufre expoliación ni contaminación por parte de las mineras, gente no excluida sino todo lo contrario, gente que está entre las personas a quienes favorece el actual estado de la economía y que a pesar de éso ha aceptado la sutil pero no inocente invitación a criticar el famoso spot.
Gracias a la voz de alarma que recibimos de un amigo nuestro, Mario Tejada, solidarizán-dose con el hombrecillo de espaldas, nos enteramos con retraso del escandalete suscitado en el último Festival de Cine de Lima.
Una inspección simple al afiche (ya que los afiches no se componen para los semiólogos) no dejan lugar a duda: hay contenido racista y/o excluyente y/o elitista, sasonado con un tufillo argentinizante. Sobre las intenciones profundas de los responsables de la publicación del afiche no existe duda: por más fama de avezados que tengan los publicistas, no habrían osado provocar una rabieta a sus empleadores, los jerarcas del Centro Cultural. Por otro lado, ellos, los que aprobaron y autorizaron la publicación del afiche de marras, tampoco se habrían atrevido a mellar el nombre inmaculado de la Pontificia.